EL VIEJO HEINZELL YA NO SUEÑA EL INFINITO
lunes, 23 de febrero de 2009
El viejo Heinzell ya no soñaba el infinito. Vegetaba. Sus ojos traían una profunda melancolía y eran habitados por las sombras.
Vivía una soledad aterradora y ya no hablaba con otro ser humano hacía más de cuarenta años, como si guardara un secreto absoluto, y, en calidad de monje estilista, tampoco abandonaba la copa de los árboles, que tanto significaban para la Alquimia.
Heinzell siempre fuera un extraño personaje. Johannes Henricius Haincelius era natural de Augsburgo, y a los 33 años comprara una propiedad en Elgg, cercanías de Zurich, para dedicar-se a los estudios de magia y ocultismo.
Contaba con la gran biblioteca de su padre, el mago Martines Haincelius, famoso en la Corte de Florencia, ciudad donde hizo fortuna y donde murió en misteriosas circunstancias, dejando a su hijo el acervo de libros y miles de florines.
Hainzell organizó un laboratorio en el mismo salón de la biblioteca, cuya casa mas parecía el Palacio de Memoria proyectada con sus atrios y salas hexagonales, largos pasillos y diversos planos, cada cual representando un planeta y su correspondiente epiciclo, y la gran escala en caracol, que llevaba al centro del mundo, el laboratorio.
Era un sitio bien montado con sin número de retortas, baños-marinos, pelícanos, planchas de pórfiro, frascos de licores y mandrágoras, semillas de cáñamo y coriandro, arsénico y azufre, insectos y serpientes, útiles en la transmutación.
Pasaba la mayor parte del día y de la noche en ese antro para lograr la perfección, el thelema, la Gran Obra, preparando destilaciones y sublimaciones, flujos y reflujos, pues sabía que si los cuerpos no se disuelven, trabajaría en vano, sin atingir el secreto de los secretos, el motor de los motores, los espíritus que rigen este universo, cuyo centro es ocupado por la Tierra.
Era un sitio bien montado con sin número de retortas, baños-marinos, pelícanos, planchas de pórfiro, frascos de licores y mandrágoras, semillas de cáñamo y coriandro, arsénico y azufre, insectos y serpientes, útiles en la transmutación.
Pasaba la mayor parte del día y de la noche en ese antro para lograr la perfección, el thelema, la Gran Obra, preparando destilaciones y sublimaciones, flujos y reflujos, pues sabía que si los cuerpos no se disuelven, trabajaría en vano, sin atingir el secreto de los secretos, el motor de los motores, los espíritus que rigen este universo, cuyo centro es ocupado por la Tierra.
Hainzell no se consideraba exactamente un Alquimista, mas un Filósofo, como Marsilio Ficino, a fabricar sus propios talismanes, o como Pico della Mirandola, al declarar que la Cabala y la Magia eran las mejores ciencias para comprender la divinidad del Cristo, o aún mejor, como Giordano Bruno, que Hainzell hospedó en Elgg, y a quién franqueó el laboratorio para que él, Bruno, completase la redacción del De Imaginum, signorum et idearum compositione.
Bruno enseñó-le que nuestro mundo no coincide con el Universo, mas apenas una parte de él, rodeado por un número infinito de otros mundos semejantes al nuestro, el mundo de los astros-soles, diseminado por el Océano etéreo del cielo, sin las barreras tradicionales de las esferas, que Hainzell proyectara en el dibujo de la casa para recibir el influjo de Marte, Venus y Mercurio.
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